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miércoles, 9 de noviembre de 2011

La mansión de la calle del Ocaso

La nieve cubría el suelo como un manto que recordaba que el invierno estaba bien presente aquellos días. El frío helaba aún debajo de los abrigos y creaba pequeñas y brillantes estalactitas de hielo en las fuentes que se derretían al amanecer. La noche había empezado a caer a plomo como el telón de un teatro, y sólo tres figuras solitarias se distinguían difusamente a la luz de la titilante luz de las farolas de la calle del Ocaso. Pedro, Alberto y Carlos, se habían adelantado aquel año y habían decidido empezar a pedir el aguinaldo de Navidad a día veintidós. Un plan maestro que sus mentes de diez y once años había urdido para enriquecerse rápidamente. Llevaban ya unas cinco horas y habían conseguido la nada desdeñable cifra de veinte Euros. Y ahora se dirigían a su último destino del día, la enorme mansión del final de la calle. Sus padres les habían insistido encarecidamente que se mantuvieran alejados de aquel lugar, pero las incontables riquezas que podían adquirir de los inmensamente ricos dueños de semejante edificación, les indujo a desoír las advertencias paternales de sus progenitores. Atravesaron el jardín alfombrado de hojas, abandonado en un otoño eterno, y subieron los tres escalones que les llevaban hasta el porche y rechinaron sonoramente bajo su peso. Se detuvieron frente a la puerta y Carlos, el más aguerrido de los tres pequeños, llamó con los nudillos a la puerta. Al tercer toque la puerta de roble cedió unos centímetros dejando a la vista la más negra de las penumbras.

-¿Hola?- llamó Alberto- ¿Hay alguien?

Los tres pequeños se miraron entre sí y dieron un paso al frente introduciéndose en la negrura. La puerta se cerró tras ellos y la noche quedó en silencio, roto. Segundos después por el grito al unísono de los tres muchachos.


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El Shelby Mustang barrió la oscuridad reinante en la calle del Ocaso con los faros. El inspector Gabriel Sanz Condujo despacio a Causa de la lluvia incesante. Hacía dos horas que su turno había acabado, pero aún le quedaba un lugar por comprobar en su caso. Los tres niños desaparecidos hacía dos días le preocupaban más que los festejos navideños. Aunque por lo que sabía hasta ahora, podían perfectamente estar muertos.

"Nochebuena y aún de servicio- pensó echando un rápido vistazo a su reloj de pulsera- Iris me mata."

La imagen de su esposa con una bandeja de horno en la que reposaba un cordero asado vino a su mente. Entró en el camino de tierra que se adentraba en la mansión. De pronto un trueno surcó el cielo, iluminando la vetusta silueta de los árboles marchitos que se alzaban deprimentemente a ambos lados de la carretera de entrada. Gabriel llegó al final del trayecto y aparcó s vehículo frente a la fachada principal de la casa. Salió de su adorado automóvil y cerró la puerta con toda la suavidad de la que fue capaz, deteniéndose un momento para limpiar con el pulgar humedecido en saliva una minúscula mancha que nadie más que él habría sido capaz de ver. Alzó la vista hacia la extraña mansión. Una amalgama de estilos se fundían armoniosamente en la fachada principal. Unas columnas de porte jónico se alzaban hacia el techo abovedado románico. A derecha e izquierda dos torres, una de estilo barroco y otra gótico, contemplaban erguidas y orgullosas toda la vasta extensión del jardín.

- El que construyó esta casa estaba como un cencerro.-Le dijo a la noche.

Un nuevo trueno partió el cielo en dos dejando entrever más nubes de tormenta que venían del sur.

-Será mejor que me dé prisa- se advirtió a sí mismo mirando su gabardina de cuero empapada- o me brotarán ancas y saldré de aquí saltando entre los nenúfares.

Se dirigió a la puerta principal caminando por el sendero de tierra encharcado. A ambos lados, sendos jardines se alzaban como muros verdes entre un mar de vegetación. La poda de los mencionados jardines hacía tiempo que se había abandonado y ahora, crecían salvaje y sin supervisión de la mano humana se habían echado a perder. Gabriel subió los tres escalones que conducían al porche de madera, sacudió su gabardina empapada con enérgicos movimientos y se dirigió a la puerta. Una hermosa imagen de una criatura alada de aspecto humanoide luchando contra un fiero dragón, presidía el centro de la misma dando a la casa el aspecto de un santuario religioso. Llamó tres veces a la puerta y, al cabo de un momento, una criatura de aspecto fantasmal apareció ante él como por ensalmo. Gabriel dio un respingo y se lanzó hacia atrás con la mano en la culata de su revólver, presto a disparar. El fantasma vio el cañón del arma de reojo y alzó la mano en señal de paz.

  • ¡Lo siento! – Exclamó Gabriel – no esperaba que tardará tan poco en abrir. Soy Gabriel Sanz, Inspector Sanz- Gabriel mostró la placa que llevaba en su porta placas- vengo a ver al señor de la casa.

  • En ese caso pase usted, agente. No acostumbramos a tener visitas- La voz del hombre era aflautada, y transmitía una paz perenne en cada palabra susurrada por aquéllos labios finos y cerúleos.- Yo soy Ambross, el mayordomo del hogar. El señor se reunirá en seguida con usted si tiene la amabilidad de esperar aquí, en el recibidor.

  • ¡Oh si! Y perdone por lo de… - Gabriel palpó el arma por encima del abrigo.

  • No se preocupe, agente, peor habría sido si hubiera usted disparado.

  • Sin duda.

Ambross se dio la vuelta tras una leve y casi imperceptible reverencia. Y subió por una larga escalinata de mármol que ascendía hasta el primer piso donde se fundía con el suelo de madera carcomida por el tiempo. Gabriel esperó en el recibidor maravillándose ante la visión que aquella casa ofrecía. Frente a él, la escalera por la que subió Ambross se alzaba en curva a la derecha, y, como un reflejo; su gemela se alzaba a la izquierda justo enfrente. Entre ellas, se erguía hasta el techo una enorme vidriera transparente que daba una magnífica periférica del jardín posterior, utilizado como cementerio, las cruces se vislumbraban en un océano de verdor. Y, al fondo de las lápidas, el mausoleo familiar, rodeado de columnas con grabados egipcios y una sola entrada tan negra como la boca del infierno.


  • Confío en no haberle hecho esperar demasiado, señor Sanz- dijo una voz en lo alto de las escaleras.

Un hombre que rozaba la cincuentena bajaba los escalones danzarín tocado por un traje de otra época. A su espalda Ambross le seguía atento a cada uno de sus movimientos. Gabriel cruzó sus manos a la espalda, bien lejos del arma esta vez, y lució una de sus mejores sonrisas. Cuando el hombre estuvo a su altura le tendió su mano cortésmente.

  • Soy Sir Thomas Brown el dueño de este humilde hogar.

¿Humilde hogar? – Pensó Gabriel – ¡Será hipócrita el tío!

  • Agente Sanz – Gabriel se guardó el comentario – Policía Nacional. He venido porque hace unos días desaparecieron tres niños por la zona y…

  • ¿Soy sospechoso? – Gabriel calibró la respuesta del hombre. No había miedo ni amenaza palpable en su voz, tan sólo el deje de la duda y la incomprensión.

  • ¡No! No se apure Sir Brown es tan sólo cuestión de rutina. He de comprobar todas las casas de la zona y, esta, es la última que me queda.

El dueño del fastuoso hogar, se mesó su barba rala y prendió la vista en el horizonte, tomándose su tiempo para contestar.

  • ¿Sabe usted lo que es un Djinn, señor Sanz? – preguntó Sir Thomas Brown.

  • Conozco el cuento de Aladino, si es lo que me pregunta, Sir Brown – Gabriel se sorprendió del tono mismo de su voz.

  • No, no me refiero a los genios de los cuentos de hadas, esos que salen de una lámpara de aceite y te conceden tres deseos. Me refiero a los genios de la mitología Árabe, señor Sanz.

  • En ese caso no. Pero no se qué tiene que ver…

  • Permítame ilustrarle, pues.

  • Verá usted sir Brown, no es por ofender pero es Nochebuena, y mi esposa me espera en casa. Otro día, si quiere tomamos un café y hablamos sobre mitología Árabe todo cuanto usted quiera.

  • Bien pues, si no tiene nada más que añadir agente, puede irse cuando guste.

Sir Thomas Brown mostró una sonrisa que heló la sangre de Gabriel, y extendió el brazo en dirección a la puerta. Gabriel hizo un gesto de asentimiento y se dirigió a la salida. Pero cuando abrió la puerta no pudo creer lo que veían sus ojos. Un enorme muro de enredaderas, que obviamente no estaba ahí cuando él llegó, le impedía el paso. Gabriel, boquiabierto, palpó el verde muro, como si no pudiera creer que fuera real.


  • Bien, agente Sanz, espero que ahora sea usted capaz de hacerme un poco más de caso – La voz de Sir Thomas Brown surgió justo a su lado, susurrándole al oído. – como le iba diciendo, justo antes de que me interrumpiera, el Islam, considera a los genios seres creados de fuego sin humo, dotados como el ser humano de libre albedrío y que pueden obedecer a Dios o bien a Iblís, el demonio, a quien a veces, se describe como ángel caído, y otras veces como genio: Los genios son, pues, la tercera clase de seres creada por Dios, junto a los hombres y los ángeles comparten el mundo físico con los seres humanos y son tangibles, aunque sean invisibles o adopten formas diversas. ¿Me sigue usted, señor Sanz?

  • Creo que sí. – respondió Gabriel confuso.

  • Bien, pues, continúo. Bien como usted dijo hace un momento uno de los grandes ejemplos de literatura Djinn es el cuento de “Aladino y la lámpara maravillosa”. Pero aunque si bien es cierto que no es lo que se pueda decir totalmente correcto en lo que a veracidad se refiere, también es uno de los más fieles al mito. Un Djinn puede conceder tres deseos, aunque no te da a elegir, él elige por ti. – Thomas Brown paseó por el hall mientras hablaba sin mirar directamente en ningún momento a Gabriel. – En mi caso, señor Sanz, me concedió inmortalidad, cantidades incontables e indecentes de dinero, y al amor de mi vida – Sir Brown dirigió la vista de Gabriel hacia un rincón, donde descansaba un cuadro con el retrato de una hermosa mujer de ojos tan negros como la propia noche – Yasmina. Usted no se hace una idea del dolor que supone conocer a alguien a quien amas con todas tus fuerzas y perderlo cuando apenas has disfrutado de su compañía, y, por si esto no fuera suficiente penitencia, tener toda la eternidad para lamentarse. Así vivo yo señor Sanz. Esta es mi biografía. Cogí el objeto equivocado del lugar equivocado, y llevo pagando el castigo más de mil años.

Gabriel le miraba confuso sin entender. ¿Qué era lo que trataba de decirle aquel hombre?


  • Sé lo que está pensando. Pero se equivoca. No estoy loco, yo soy el Aladino del cuento. Y lo que no explican señor Sanz, es que tras concederte los tres deseos que a él le parece que necesitas, el genio te esclaviza de por vida, condenado a servirle, y a entregarle las almas de personas inocentes. Pero ahora esa carga ha dejado de ser mía. El Djinn ha escogido una nueva alma que martirizar durante siglos. Su alma señor Sanz, y, sinceramente, me alegro. A mi ya no me quedaban fuerzas. Le está esperando en la primera planta si es usted tan amable de seguirme.

Sir Thomas Brown subió las escaleras en dirección al primer piso seguido de cerca de su fiel sombra, Ambross, que sujetaba una bandeja de plata que permanecía en su mano eternamente, como pegada a ella. Gabriel los siguió sin saber que otra cosa hacer. Pasaron por un corredor dejando ambos lados numerosas puertas cerradas hasta llegar al fondo del pasillo donde se alzaban unas puertas dobles con unos grabados idénticos a los de la puerta de la entrada. Ambross y Sir Thomas se detuvieron sin llegar a abrirlas en el lado derecho de éstas.


  • Le deseo sinceramente toda la suerte del mundo señor Sanz – dijo Thomas cediéndole paso – pues la va a necesitar.

Gabriel desenfundó su arma y traspasó las puertas. Nada en el mundo le hubiera preparado para lo que encontró al otro lado de esas puertas.

Un enorme monstruo se sentaba en un trono dorado que era el único mueble que había en la sala rectangular. Era de color negro con unas garras terminadas en uñas en lugar de manos. Alzó sus ojos de color rubí y miró a Gabriel fijamente.

  • Acérquese señor Sanz. – dijo con una voz gutural que retumbó en toda la sala – no tenga miedo.

Gabriel se aproximó un par de pasos y estuvo tentado de dar media vuelta y echar a correr. Pero algo, no sabía qué le impulsaba a avanzar. Intentó retener sus pies, dejarlos sobre la baldosa de la entrada, pero no pudo. Sus pies ya no respondían a su voluntad. Si no a la del Djinn. Cuando estuvo a unos tres pasos del trono el Djinn comenzó a hablar de nuevo.

  • permíteme que te ilustre, Gabriel. ¿te puedo llamar Gabriel?

Sin él querer hacerlo, y sin siquiera pensarlo, Gabriel asintió.

  • Muchas gracias. Como puedes comprobar, Gabriel, estás a mi merced. Puedo mover tu cuerpo, hacerte andar, para mí, es tan sencillo como volatilizarte con una sola mirada. ¿Que te parece? Pero sabes estos poderes tienen una pequeña pega. Veras, por mucho que pueda controlar tu mente, no puedo doblegar tu voluntad. Permíteme que te explique. Mi misión es concederte tres deseos. Tres deseos que son: el amor y la vida eternos, y la más absoluta e incontable de las riquezas. Pero no puedo obligarte a aceptarlo, eres tú y sólo tú quien decide.


Justo cuando Gabriel iba a negarse su vista se nubló, y como por ensalmo en su mente se vio a sí mismo en una sala de baile, vestido con esmoquin y camisa de seda, las manos en los bolsillos, aguardando. La gente pasaba a su lado y le saludaba, estrechándole la mano. Gente a la que él no conocía, pero que le hacía sentirse importante. Pero no los esperaba a ellos. Sus saludos y atenciones no eran más que meras chucherías para su ego. No, él esperaba otra cosa… a otra persona. Entonces apareció. Iris iba engalanada en joyas. Llevaba un vestido de gala de color dorado que resaltaba su esbelta figura. Avanzó hacia él a través de un pasillo humano que se formó a su paso. Conforme pasaba por delante de la gente estos lanzaban alabanzas a su belleza. Llegó hasta Gabriel y le miró a través de sus largas pestañas. Gabriel la agarró de la cintura y comenzaron a bailar un vals lentamente.

  • ¿Te lo imaginas, Gabriel? – dijo la voz del Djinn en su cabeza – toda la eternidad bailando con tu esposa. Disfrutando de vuestro amor.

Tan repentinamente como aparecieron, las imágenes se desvanecieron de su mente. Se volvió a encontrar frente al Djinn en la sala rectangular de la mansión de la calle del Ocaso.

  • Sólo una palabra Gabriel. – tentó el Djinn – Sólo una palabra te separa de la dicha infinita. ¿Aceptas nuestro trato?

  • No – respondió Gabriel sin pensarlo.

  • ¿No? – Rugió el Djinn - ¿No? ¿Crees que estás en condiciones de rechazar mi oferta? Jamás serás tan feliz Gabriel. Te lo advierto.

Una especie de bruma nació de debajo de los pies del Djinn y este fue desapareciendo poco a poco. Disolviéndose en esa bruma. Se produjo un estallido justo en el lugar donde, tan sólo unos segundos antes había estado el Djinn. Gabriel cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, todo a su alrededor había cambiado. El papel de pared estaba colgando, despegado de su lugar, amarillento por la erosión del sol. “¿Ya está? – Pensó Gabriel - ¿Todo ha acabado?”


Salió de la estancia y se dirigió pasillo adelante en dirección a las escaleras. Todo estaba en ruinas. Como si todo lo que hubiera visto al entrar hubiera sido fruto de su imaginación. Bajó las escaleras con mucho cuidado de no tropezar con los maderos levantados. Fue hasta el vestíbulo y abrió la puerta, temiendo por un segundo encontrarse el muro de enredaderas que, anteriormente le había impedido el paso. Salió al exterior y montó en su coche. Sin caer en la cuenta de que Ambross y el señor Brown ya no se encontraban en la casa.


Detuvo el Shelby Mustang frente a la puerta del modesto chalet que era su casa. Sacó las llaves y fue a abrir la puerta. La llave entró pero no giró. Llamó a la puerta con los nudillos y esperó. Al cabo de unos minutos la puerta se abrió despacio, y tras ella salió el señor Brown. Gabriel le agarró del cuello de la camisa y le empotró contra la pared.


  • ¿Qué haces en mi casa?- rugió el policía.

  • ¿Su casa? ¿De que está usted hablando maldito lunático?

De detrás de Sir Thomas salió Iris con el miedo pintado en el rostro.


  • ¿Qué está pasando aquí? –preguntó la mujer asustada.

  • Iris – dijo Sir Thomas – llama a la policía.


Gabriel vio como Iris se metió en la casa y al instante lo entendió todo. Soltó a Sir Thomas y se alejó andando hacia atrás. El hombre se metió en la casa. Gabriel cayó de rodillas llorando. Al no aceptar el obsequió que el Djinn le ofrecía, perdió todo lo que tenía, su vida, su amor y todas sus posesiones. Gabriel sacó su arma de la cartuchera y se la colocó en la sien. Justo antes de apretar el gatillo vio a través de la ventana como Sir Thomas Brown abrazaba a Iris. Y por un instante los ojos del hombre brillaron en rojo. El color de la sangre. El color de los ojos del Djinn.

FIN


El Peso del Mundo

Jorge paseaba intranquilo de un lado a otro de la diminuta estancia la vista prendida al suelo, a las diminutas piedras que parecían incrustadas en él. A unos metros de él su mujer, Marta daba a luz al fruto de su semilla, Marcos. En uno de sus infinitos paseos le sorprendió el médico.

-Familiares de Marta Guillén- exclamó a toda la sala de espera y a nadie en particular.


Jorge se acercó sin contestar y cautamente al doctor con el pánico latente en su mirada. ¿por qué salía el médico en persona a buscarle? A los demás había ido una enfermera a buscarles, ¿ Es que algo iba mal? El médico le pidió que le acompañara a un pequeño despacho que estaba ubicado en el largo pasillo blanco que daba paso a los paritorios. Jorge se sentó en una silla al otro lado de una mesa de madera a petición del médico que se sentó en el otro extremo de la misma.

- Bien señor...- el doctor revisó unos papeles que había sobre la mesa minuciosamente y prosiguió- señor Alcaide. Verá, su hijo está correctamente, ha nacido bastante gordito pesa dos kilos y medio, y es un chico aunque imagino que usted ya lo sabría ¿verdad?

- Sí, Marta se hizo la ecografía en cuanto pudo, dice que no le gustan las sorpresas.- respondió Jorge. Pero había algo que le rondaba la cabeza desde hacía un instante. Pero temiendo la respuesta quiso alargar la incertidumbre un poco más, al final ganó su curiosidad.- Doctor ¿por qué me ha traído aquí? ¿Marta se encuentra bien?

- Bueno señor Alcaide, ese es el problema vera... su esposa en fin... - el doctor se quitó las gafas y se apretó la unión de los ojos como si ello le fuera a ayudar a sacar las palabras que tanto le costaba decir. Jorge, por su parte, comenzó a sollozar imaginando la desagradable respuesta que iba a tener su pregunta- Señor alcaide permítame que no me ande por las ramas. Su esposa, ha fallecido.

A Jorge se le vino el mundo encima todo dejó de tener color. Las blancas y cegadoras paredes adquirieron un color negro y frío. Todo lo que había conseguido, su dinero, su posición en la policía, -un prestigioso inspector, nada menos- su propio hijo... todo le pareció vacío, nimio, y sin importancia.

- Si usted lo desea, aunque yo no se lo aconsejo, puede pasar usted a verla en un momento para despedirse- informó el médico como una mera formalidad.

Jorge se limitó a asentir con lágrimas en los ojos y el rostro arrasado por el dolor. el médico le pidió que le acompañara. Serpentearon por largos y blancos pasillos durante un rato, hasta que llegaron al quirófano 6. El doctor abrió la puerta y le cedió el paso a Jorge que estaba tan conmocionado que ni si quiera la vio. Una vez dentro, la puerta, se cerró y se quedó con la única compañía del cadáver de su esposa. Jorge se percató de que a pesar de haber lavado la mancha de sangre aún se percibía un resto en el suelo justo entre las extremidades de su esposa.

Jorge se colocó a su lado observando su hermoso rostro, los ojos cerrados transmitiendo una paz sin igual. Un amago de sonrisa se percibía en sus labios. Aún estaba conectada a las máquinas y, una en particular que Jorge identificó como la de las constantes vitales emitía un pitido constante; como un macabro recordatorio de que Marta se había ido para siempre. Jorge cayó de rodillas, sus piernas incapaces de sujetar el peso de sus hombros, sollozando, consumiéndose en cada respiración.

De pronto el pitido de la máquina se apagó y comenzó a sonar intermitente. Jorge notó como la mano de su bien amada esposa se movía bajo la suya. Alzó los ojos y allí la vio. Observándole, sonriéndole llena de vida.

- ¿por qué lloras?- susurró con voz cantarina- Hemos tenido un hijo precioso.

Jorge no sabía lo que había pasado hacía menos de un segundo su esposa estaba muerta y, ahora... ¿Era intervención divina? ¿había sido él?

Los médicos dijeron que no se lo explicaban. ¿Cómo podía ser? sus constantes se habían detenido... ¿cómo era posible que estuviera viva? Decidieron tenerla dos semanas más en observación y como el niño, que era prematuro, tenía que permanecer en la incubadora; a Jorge tampoco le supuso demasiados quebraderos de cabeza. Lo único negativo era dormir sólo. Estaba acostumbrado al calor de Marta a su lado, en la cama. A parte de eso, a Jorge, no le costó hacerse a ello y convertirlo en rutina. Por la mañana iría a trabajar hasta las siete de la tarde, y después iría al hospital hasta la hora de la cena, llegado tal momento el iría a casa y tras cenar él mismo se iría a acostar para dormir plácidamente.

Pero sus sueños plácidos habrían de acabar muy pronto. La tercera noche desde que ingresaron a Marta, Jorge soñó. Caminaba por una calle de Madrid como hacía habitualmente. Pronto se dio cuenta de que no era una calle tan habitual. Estaba en una calle del cementerio de la Almudena. Jorge caminó mirando a través de las callejuelas borrosas por la niebla buscando la verja de entrada. No fue hasta que llevaba andado un rato interminable cuando vio Los chapiteles marrones que subía en forma de campana por encima de los arcos blancos. La salida caminó hacia allí con decisión presto a salir de allí lo antes posible. De pronto el suelo comenzó a temblar y delante de él se alzo de la nada un muro de nichos bloqueándole el paso. Jorge se detuvo y comenzó a caminar hacía atrás atemorizado ya no sólo por cómo había salido aquello del suelo si no, también, por como temblaban las losas de los nichos... como si alguien empujara desde dentro. Jorge se ´dio la vuelta sólo para comprobar cómo temblaban el resto de las tumbas. Y de pronto todo se volvió blanco.

Jorge miró a su alrededor. No sabía dónde se encontraba... o si se encontraba en algún sitio.

- Saludos Jorge- canturreó una voz aguda a sus espaldas.

Jorge se giró y vio a un hombre que vestía traje y corbata blancos. Caminaba sin pisar el suelo y lucía una sonrisa torcida en su alargada cara.

- ¿Quién eres?- Preguntó Jorge asustado

- ¿Quién soy?- El hombre flotante puso gesto de estar meditando profundamente la cuestión- Soy Efraím, digamos que soy un Gloriatus.

- ¿Un qué?

- A ver cómo te lo explico... soy una especie de ángel, un enviado del señor todopoderoso para poner a prueba a la humanidad.

- No entiendo nada.

- Verás si alguna vez en tu patética vida como humano has oído hablar de la Biblia, que por cierto es un Best seller que te recomiendo, sabrás que hay una parte dedicada a Apocalipsis.

Jorge asintió a aquel ser, sin saber que otra cosa hacer.

- Pues bien resulta que Nuestro Señor, no está muy seguro de cuando hacerlo y pone a un humano a prueba, según su reacción nuestro señor decide si pulsar el botón rojo o no.

- ¿Con esto quieres decir que Dios me está poniendo a prueba? - pregunto Jorge aún algo escéptico.

- Me alegra que te unas a la conversación los monólogos me resultan demasiado tediosos -Se mofó Efraím- Y contestando a tu pregunta si, así es, Dios te está poniendo a prueba.

- Pero... ¿cómo?

- No se... ¿ha ocurrido algo... fuera de lo normal en tu vida? ¿Algo...sobrenatural quizá? Soluciónalo. ¡Eso no debía de ocurrir pues viola las leyes de Dios! Tienes dos horas Jorge en dos horas el Dios nuestro señor pulsará el botón rojo.

Jorge despertó bañado en sudor. Aquella voz aun resonaba en su cabeza, " Tienes dos horas Jorge en dos horas el Dios nuestro señor pulsará el botón rojo." Saltó de la cama y se vistió a toda velocidad. Cogió las lleves del coche y salió por la puerta. Debía matar a Marta por el bien de la humanidad.

Jorge encendió el motor de su Audi y el rugido del motor llenó sus oídos. Mientras conducía abrió la guantera y sacó la placa de la policía y su arma reglamentaria. Un civil no podría entrar en la habitación del hospital a las dos de la mañana. Un policía Nacional de incognito, sí. No tenía tiempo ni ganas de andarse con remilgos. Condujo por la carretera las luces iluminando intermitentemente la cabina de su coche las ruedas chillaban acusando cada curva convertidas en derrapes interminables. Jorge aparcó en el parking que estaba justo enfrente de la puerta de las urgencias. Bajó del coche y miró su reloj. Veinte minutos. Entró por la puerta de urgencias y, mostrando su placa al vigilante que se mostró muy displicente indicándole el camino a Jorge, se dirigió directamente a la habitación de Marta. Por suerte, a la mujer que dormía en esa misma habitación, la habían dado el alta aquella misma noche; y aún no habían asignado a nadie la cama. Jorge entró en la habitación y miró el rostro de Marta tendido en la almohada. Tan en paz, tan en calma y, ante todo, tan hermoso. Cuando estaba en su casa no le había resultado tan difícil. Pero ahora... Ahora la tenía enfrente la personificación de su amor. Su amada esposa. Su Marta. Jorge sacó su arma del bolsillo muy lentamente y apuntó a Marta directamente a la frente. Dos pequeñas gotas descendieron por sus mejillas.

- Lo siento- susurró con el alma rota - lo siento.

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Ana no llevaba demasiado tiempo trabajando en aquel hospital. Dos meses apenas, pero le gustaba el puesto. Enfermera de Toco ginecología. Al menos no tenía que limpiar ancianos ni nada parecido. Fue entonces cuando lo escuchó, dos explosiones dentro del control. Se acerco corriendo a la zona de donde provenían y no pudo reprimir su grito de terror.

Ante ella se abría un cuarto con dos cadáveres. La mujer yacía en el suelo con un agujero sanguinolento que asomaba por su cabeza. El hombre, tendido en el suelo sobre un charco de sangre, aún seguía murmurando débilmente.

- Te quiero- pudo entender.

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Jorge conocía aquel lugar. El cuarto blanco. Al fondo Efraím se acercaba con paso pausado.

-¿Lo conseguí?- preguntó sollozando

-No.- Respondió Efraím- mataste a la persona equivocada.

- Pero tú dijiste...

- ¡Te dije que leyeras la Biblia! Si te hubieras molestado en hacerme caso, hubieras sabido que el apocalipsis comienza con el nacimiento del anticristo.

- Entonces...

- Entonces, Jorge, has condenado al mundo.

- ¿Qué quieres decir?

Efraím dirigió su vista hacia el suelo. La vasta extensión de Madrid se extendía bajo sus pies. Del cielo llovía azufre que prendía todo a su contacto.

- Quiero decir- soltó Efraím lacónicamente- Bienvenido al principio del fin.




¿FIN?