¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción; y el mayor bien es pequeño; que
toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.
Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) Dramaturgo y poeta español.
Sólo es capaz de realizar los sueños el que, cuando llega la hora, sabe estar despierto.
León Daudí (1905-1985) Escritor español.
1
Miguel cayó como un yunque al suelo. Carlos miraba desde arriba
arrojando improperios y salivazos al muchacho que yacía en el suelo
sangrando por el labio. “¡maricón!- gritaba – levántate si tienes huevos”.
Miguel pensó en levantarse, en volver a plantarle cara a aquel matón, pero se
dio cuenta de que sería inútil. Que sólo le serviría para seguir recibiendo
golpes. Además, no le gustaba pelear; él no había empezado aquella pelea. Y
él no sería quien la iba a acabar. Cuando Carlos se cansó de insultarle y se
encontró con la boca demasiado seca como para seguir escupiéndole, recogió
su mochila y se fue por donde había venido. Miguel se levantó despacio,
dolorido por los golpes que había sufrido por todo el cuerpo. Cuando estuvo
de pie se levantó la camiseta lentamente y se miró los morados. Tenía el
cuerpo plagado de ellos, le dolía hasta respirar.
“Maldito Carlos - pensó – Algún día me las pagará”
Cogió su mochila y se la colgó en la espalda entre pinchazos de dolor.
Cuando llegó a casa estaba vacía, como siempre. Mamá estaría en la
cafetería mugrienta donde trabajaba día y noche y papá en su taller
batallando con los recambios de cuarta mano que se negaban a funcionar
correctamente, o, lo que era más probable; en el bar alegrándose las penas a
base de vino. Tanto mejor, así podría irse a la cama sin tener que dar
explicaciones por el ojo morado o el labio partido. Abrió la puerta de su
cuarto con un chirrido de bienvenida, se despojó de su ropa y así tal cual, se
fue a la cama.
Y soñó. Y eran sueños alegres. Sueños en los que a Carlos lo
atropellaba un automóvil de color azul y blanco y acababa con su mísera vida.
Sueños en los que llegaba a casa del colegio y sus padres le esperaban en
casa con los brazos abiertos, por que eran millonarios y no necesitaban
trabajar. Se despertó feliz, con una sonrisa de oreja a oreja.
Sonaba el despertador y, aunque a veces el “pi, pi, pi” del despertador
le resultaba molesto, esa mañana no. Se había levantado henchido de
regocijo. Aunque pronto se le pasó, por que recordó aquello que escribió un
sabio cuyo nombre no sabía. “Los sueños, sueños son”, y, como tales,
quedaban en eso. Espejismos de deseos cumplidos que nunca se harían
realidad.
[...]
Llegó a clase con la hora pegada, como siempre y reparó en el pupitre
contiguo. Allí estaba, como siempre, su archienemigo, Carlos le echaba
miradas maliciosas desde su pupitre. Le miraba, sonreía, y se pasaba el dedo
índice por la garganta. Miguel sabía perfectamente lo que significaba aquel
gesto.
A la salida del colegio Miguel se dirigió a su casa con paso presuroso.
Cruzó la carretera y se quedó clavado en la acera cuando escuchó la voz que
la llamaba.
- ¡Eh, tú! Gallina – no le hizo falta girarse para saber de quien
se trataba – no huyas.
Miguel se giró sin moverse del sitio y vio a Carlos aproximarse. Fue a
cruzar la acera y... Fue visto y no visto. Miguel no sabía qué le había
salpicado la cara hasta que se palpó y notó el tacto viscoso y cálido de la
sangre. Lo había visto. Un coche patrulla arroyó a Carlos y lo destrozó por
completo. Iba con las sirenas puestas iría a alguna emergencia. Sus brazos
habían ido por un lado, su cuerpo por otro.
Un coche blanco y azul....
El sueño se había cumplido ¿Cómo era posible?
Retumbó en su cabeza “Los sueños, sueños son” una y otra vez, como
un martillo.
Al principio se quedó estupefacto no sabía que hacer. Echó a correr
hacia su casa. La sangre de Carlos le nublaba la visión. Goteaba desde su
frente y rozaba sus labios. “Los sueños, sueños son”. La frase destelló en su
cabeza una y otra, y otra , y otra vez. “Los sueños, sueños son” “Los sueños,
sueños son” “Los sueños, sueños son” “Los sueños, sueños son”. Los sueños la
vida es, le corrigió su mente.
Paró en seco levantando una nube de arena del parque. ¿Qué se iba a
encontrar al llegar a casa? Según sus sueños, (si debía fiarse de ellos) sus
padres ahora serían ricos. ¿Seguiría viviendo en el mismo sitio? En aquel
“pisucho” de cincuenta metros cuadrados? Esperaba que, si se mudaban al
menos le habrían esperado. Llegó a la carrera a su casa. El bloque, al menos,
seguía en el mismo sitio. Abrió el portal y subió las escaleras de piedra como
había echo la otra tarde. Abrió la puerta de su casa y allí estaban sus
padres, de pie ante el televisor abrazados entre lágrimas y con una sonrisa
en el rostro. Se soltaron y su padre caminó hacia él sin dejar de sonreír.
- Nos ha tocado – dijo cuando estuvo a un palmo de él. – el
euro millón hijo.
Miguel reparó en el boleto que su padre tenía en la mano. Era el
boleto del euro millón. Miró el número del boleto y después el de la pantalla
del televisor.
Era el mismo. Dirigió su vista un poco más hacia abajo. Dos millones
trescientos mil euros e un único acertante... ¿Qué posibilidades había?
Su sueño se había hecho realidad.
¿Los sueños, sueños son? – dijo su mente
___________________________________________________
2
Aquella noche, Miguel, no pudo pegar ojo. Una idea se repetía en su
cabeza y le hacía estremecerse. Sentía unas corrientes eléctricas que le
recorrían la espalda y el gélido aliento del miedo soplaba en su nuca. Si sus
sueños se hacían realidad... ¿Qué posibilidades habría de que fuera así
también con sus pesadillas?
Miguel cerraba los ojos una y otra vez. Pero su mente, temerosa, no
se dejaba vencer por el placentero estupor del letargo. Dio vueltas en la
cama una, y otra, y otra vez. No consiguió nada.
Llevaba cerca de dos horas mirando el blanco techo de su pared
cuando, demasiado agitado para permanecer tumbado se levantó de la cama.
Salió de su cuarto y recorrió el estrecho y oscuro pasillo que separaba su
cuarto del comedor. Se detuvo a mitad de camino. Al fondo, de la puerta del
vestíbulo de entrada, vio salir una luz anaranjada que se reflejaba en la
pared con una danza parpadeante. ¿Qué era aquello? Miguel se acercó
despacio dejando la negrura del pasillo a sus espaldas. En el silencio de la
noche podía oír sus propios pasos en el pasillo como si estuvieran
amplificados, tap, tap, tap... Giró el recodo del salón para salir al vestíbulo y
cuando vio lo que significaba aquella luz su rostro se tornó blanco como la
cal. La cocina, el vestíbulo, y parte de la puerta de entrada estaban en
llamas. Miguel no tuvo tiempo de pensar e hizo lo único que su mente de
dieciséis años fue capaz de concebir. Corrió de nuevo hacia el pasillo y entró
de sopetón en el dormitorio de sus padres.
- ¡Papá! ¡Mamá! – gritó
De pronto se fijó en algo extraño. Su madre estaba recostada sobre
su padre y parecía que estaba llorando. Se giró con los ojos arrasados en
lágrimas. Y las manos cubiertas de sangre. El dolor bullía en su rostro de
ojos enrojecidos, la sangre, que manaba de debajo de un cuchillo clavado en
el vientre de su padre, manchaba sus manos.
- ¿Qué has hecho hijo? – preguntó su madre - ¿Qué has hecho?
En ese instante Miguel se despertó. El sudor brillaba en su frente con
la luz de la luna y había mojado su almohada. Ahora sí que no podría dormir.
Tenía que evitar que aquello se hiciera realidad, que el sueño quedara en eso.
Un sueño.
¿Los sueños, sueños son? – repitió su mente. Esta vez la voz sonó
maliciosa.
Por la mañana su padre y él fueron al banco, era viernes y con la
ilusión que tenían sus padres con el premio, le dejaron pasar las clases por
alto. Miguel no les había contado nada sobre los sueños que había tenido
aquella noche.
Cuando salieron del banco el padre de Miguel le dio al muchacho
cincuenta euros.
- Para que salgas por ahí esta noche hijo – le indicó – celébralo
con tus amigos.
Miguel cogió los cincuenta euros con una sonrisa en el rostro, fingida,
por supuesto. Caminaron por la calle sin hablar casi diez minutos hasta que
el padre de Miguel se metió en un bar y le indicó que fuera a dar una vuelta
y estuviera en casa para la hora de comer.
El muchacho anduvo por la calle como un espectro, absorto en sus
cavilaciones. Estaba agotado, después de la pesadilla, no había podido
dormir en toda la noche. No paraba de repetirse una y otra vez, ¿y si se
hace realidad? No. No podía permitirlo. Aún no percibía cómo, pero lo
evitaría a toda costa.
De pronto una lucecilla se encendió en su cabeza.
Con los cien euros que llevaba en el bolsillo podría comprar algo que le
mantuviera despierto toda la noche. Buscó una farmacia a toda costa. ¡Tenía
que haber algo! Algún medicamento que le ayudara. Entró en la primera
farmacia que encontró y observó al hombre que le miraba desde el otro lado
del mostrador con gesto de superioridad. Era un hombre más que delgado,
consumido, tenía la coronilla al aire, sin ningún pelo que la cubriera; y llevaba
unas enormes gafas de pasta que no hacían más que caérsele.
- ¿Qué desea? – preguntó cortés.
- Necesito algo para mantenerme despierto toda la noche – al
ver que el hombre le miraba con gesto desaprobador, Miguel
agregó – Es que tengo un examen el viernes y tengo que
estudiar.
- Por supuesto que tengo algo. Pero no se lo voy a dar.
- ¿Por qué? ¡Lo necesito! – Miguel empezó a ponerse nervioso.
- Verá la cortamina no es un medicamento que se venda así
como así. Necesita receta.
- Le daré cien euros por ella.
- Ni por doscientos, hijito – el hombre levantó la mano y
comenzó a agitarla en el aire – y ahora fusfús.
- ¿Fusfús?
Miguel saltó por encima del mostrador y agarró al hombre del cuello.
Los dos cayeron hacia atrás y el farmacéutico se golpeó con una estantería
en la cabeza antes de caer al suelo. Miguel le soltó en ese instante. Y
comenzó a llamarle. Al ver que no respondía le golpeó en la cara. Seguía sin
responder. Miguel colocó su oreja derecha sobre el pecho del hombre. Su
corazón no latía.
- ¿Qué he hecho? – se preguntó a si mismo.
La irritante vocecilla de su mente le contestó:
- Matarle, ¿es que no lo ves?
- Pero yo no quería hacerlo – respondió.
- Yo no quería, yo no quería... Eres un maldito llorón, Miguel – le
contestó de nuevo - ¡Pues lo has hecho! ¡Asume las
consecuencias de tus actos de una maldita vez!
- ¿Y ahora que hago?
- Devolverle a la vida, ¿No te jode? ¡Esconde el puto cadáver
idiota!
Miguel se incorporó y agarró al farmacéutico por los pies y lo
arrastró hasta la trastienda. Observó a su alrededor y vio una enorme
cámara frigorífica al fondo de la botica arrastró el cadáver hasta allí, abrió
la puerta e introdujo dentro el cadáver. Cerró de nuevo la cámara y buscó
las llaves de la farmacia. Reparó en un armario metálico pequeño que colgaba
de la pared. Lo abrió y sacó las llaves.
Salió de la farmacia y, tras asegurarse de que nadie le veía. Cerró la
tienda y bajó el cierre metálico. Se alejó con paso presuroso y sólo se
detuvo cuando creyó estar lo suficientemente lejos. Miró a su alrededor y
vio que estaba en un parque. Se sentó en un banco y hundió la cabeza entre
las manos.
- ¿Qué he hecho? – preguntó en voz alta al aire.
- Matar al farmacéutico – respondió la voz de su mente.
- Ha sido un accidente
- ¿Y? ¿Tú crees que eso le importará a la policía? Yo te
respondo. ¡NO! Me parece, amigo mío, que vas a pasar unos
añitos entre rejas con la única compañía de tu voz interior.
Miguel sabía que lo que su mente le decía era cierto. Pero, por otra
parte, no tenían por qué encontrar el cadáver. Es decir, el único que sabía
que el farmacéutico estaba muerto era él. Y no tenía en mente delatarse. Se
felicitó a sí mismo por su inteligencia y velocidad de raciocinio. Ahora tenía
que resolver el otro problema. ¿Dónde encontraba algo que lo mantuviera
despierto? De pronto recordó algo. Ricardo, un amigo suyo, le había
mencionado un lugar donde vendían drogas. Cocaína, anfetaminas,
quetamína... cualquier cosa le valía, siempre y cuando le mantuviera
despierto. Y ya que no podía hacerlo de manera legal...
3
Después de cenar se metió en el baño y echó el pestillo. Metió la mano
en el bolsillo trasero de sus vaqueros y sacó la bolsita que le habían vendido.
Cogió una de las pastillas y la partió por la mitad, guardó una mitad y se
metió la otra en la boca. Bebió agua directamente del grifo y se tragó la
pastilla. Salió del baño y despidiéndose de sus padres, se fue a acostar.
La pastilla hizo su efecto y aún más. No sólo le mantuvo despierto
toda la noche, sino que tampoco le permitía quedarse quieto. Daba vueltas
arriba y abajo por toda la habitación. Las paredes le agobiaban. Necesitaba
salir, que le diera el aire. Encendió la luz de su habitación y salió a la
terraza. El aire le renovó, aunque seguía sin encontrarse bien. Además el
sueño empezaba a asomar. Volvió a su habitación con la intención de coger
otra media pastilla. Cuando entró se encontró con su padre tenía su bolsa de
pastillas en la mano.
- ¿Qué significa esto? ¿Así es como os divertís los jóvenes hoy
en día?
- No, papá puedo explicarlo yo...
Su padre se levantó y le dio una bofetada en la cara que lo tiró al
suelo. Se guardó las pastillas en un bolsillo de la bata y se dirigió a la
habitación con un amenazador “Ya hablaremos mañana”.
- ¿Vas a tolerar eso? – le dijo la voz de su mente.
- ¿Y qué quieres que haga?
- Mátalo
- Pero... es mi padre...
- Mátalomátalomátalomátalo ¡MÁTALO!
- ¡No! ¡No pienso hacerlo!
- ¿Qué más da? Ya has matado al farmacéutico. Y tu padre no
es más que un pobre borracho que pega a tu madre cuando
consigue su cota máxima de alcohol. Acaba con su miserable
vida.
Miguel reconoció que la voz tenía razón. Cuando su padre llegaba a
casa más borracho de lo normal, que era muy a menudo, Miguel le oía abrir la
puerta de su habitación y después le oía insultar y pegar a su madre.
Merecía morir, definitivamente.
Salió de su habitación y entró en la cocina, abrió el cajón de los
cubiertos y sacó el cuchillo con el que su madre cortaba el jamón. Era un
cuchillo con mango de madera y filo alargado y estrecho. Caminó sin hacer
ruido por el pasillo, aún así sus pasos retumbaban en sus oídos como el toque
de un tambor. Tap, tap, tap... llegó a la altura de su habitación... tap, tap,
tap... abrió la puerta del cuarto de sus padres y entró dentro. Dio la vuelta a
la cama poniéndose en el lado de su padre. Alzó el cuchillo y, clavando la
vista en el rostro de su padre, lo bajó de golpe. Una vez, dos, tres, así hasta
diez veces. Su padre se había despertado a la primera, pero a Miguel le dio
igual. Cuando hubo acabado dejó el cuchillo en el vientre de su padre y salió
de la habitación.
Pero ahora sabría todo el mundo que había sido él. Tenía que eliminar
las pruebas. Abrió el armario de las herramientas de su padre y cogió un
bote de barniz y una garrafa de gasolina que su padre siempre guardaba en
el armario. Vació los dos líquidos junto a la puerta de entrada del piso y,
desde fuera, echo una cerilla el líquido prendió muy rápido. Quizá
demasiado. El fuego llegó hasta la cocina donde encontró una minúscula fuga
de gas que hizo explotar el piso.
Al día siguiente los bomberos seguían teniendo su camión aparcado
junto a la puerta del bloque. Todo el edificio había sido consumido por las
llamas. Nadie sabía como ni por qué... aún.
Prólogo
10 Años más tarde.
Su paso era renqueante, y andaba haciendo eses. La gente se
apartaba a su paso, no sabía si era debido a su hedor nauseabundo o a su
aspecto ultrajado y macilento. De pronto se paró. Siempre lo hacía al llegar
allí. El edificio seguía teñido de negro por las llamas del pasado pero se
mantenía en pie. Tenía unos cimientos sólidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario