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lunes, 13 de mayo de 2013

El corazón de la bestia



Sara estaba demasiado nerviosa para concentrarse y recapitular. ¿Cómo había llegado a
aquello? Sólo llevaban dos años casados y su vida había sido feliz, muy feliz. Saúl la colmaba
de amor, sus ojos centelleaban como una estrella en el cielo nocturno cuando sus miradas se
cruzaban. Muy a menudo pensaba Sara en la ingenuidad de la gente que solía decir que, los
enamorados, cuando pasan un tiempo juntos, dejan de quererse repentinamente. Saúl y ella
llevaban ya más de diez años juntos y seguían queriéndose como el primer día. El primer día...
gloriosos recuerdos asaltaron su mente. Recuerdos de un día a principios de junio, Saúl y ella,
que aún no se conocían; se presentaban al examen de selectividad. Al entrar en el aula, el
profesor les indicó que no hicieran ruido, que se sentaran donde quisieran y que cualquier
representación oral sería castigada severamente con la expulsión del aula. Sara se sentó en la
primera fila. Había estado estudiando mucho y sabía que iba a aprobar. El examen estaba
bocabajo sobre la mesa, y por mucho que se concentrara, no conseguía ver las preguntas a
través del papel. La sensación de sentirse observada la hizo girarse hacia atrás y vio a un
muchacho que la miraba con la boca abierta desde el otro lado del aula. En ese momento, el
profesor dio inicio al examen y Sara se concentró en contestar.
Al salir de aquel examen, Sara tenía una buena sensación en el estómago. Sabía que si
no había acertado todas, habría fallado una o dos, lo cual no estaba nada mal. De pronto volvió a
tener aquella sensación. Alguien la observaba desde atrás. Cuando se giró allí estaba él. El
mismo chico que la observaba en el aula se acercaba a ella con paso firme, seguro. Se acercó y
sin mediar palabra le tendió una mano.
- Tú no lo sabes aún – dijo el muchacho tras unos segundos – pero estamos
destinados a pasar el resto de nuestras vidas juntos.
Sara le miró con la confusión pintada en el rostro. Él se presentó como “Saúl el
modesto” y se echó a reír. Acto seguido, como quien habla del tiempo le pidió a Sara que le
concediera el honor de acompañarle aquella misma noche a una cena para celebrar su inminente
éxito. Sara aún en el día de hoy ignoraba por qué. Pero le dijo que sí.
Aquel día todo fueron risas y diversión. Pero hoy todo era distinto. Hoy Sara se
encontraba en una fría habitación de un hospital, esperando. Su mente viajó por el tiempo hasta
el día en que Saúl sufrió su primer infarto. Llevaban cinco años saliendo juntos, y él iba en
camino de convertirse en uno de los mejores neurocirujanos del país. Paseaban asidos de la
mano a la orilla del manzanares que, aunque no era un paisaje digno de mención por la cantidad
de deshechos e inmundicias que flotaban en el verdor de la superficie del río, de noche era un
lugar perfecto para pasear en pareja. De pronto Saúl se detuvo y con un sencillo “mira”señaló a
la espalda de Sara. La muchacha se giró y observó sonriente lo que Saúl le señalaba. Por encima
de los increíbles rascacielos de Madrid, la luna brillaba en todo su esplendor rodeada de
titilantes estrellas que parecían indicarle un camino a través de las pocas nubes que paseaban
por el cielo. Pasmada por la hermosa visión, Sara notó como Saúl la rodeaba con sus delgados y
fibrosos brazos por la espalda, al tiempo que depositaba un beso en su mejilla. Cuando Sara se
giró para besarle supo que algo no iba bien. Saúl tenía el rostro descompuesto. Y, con la mano
derecha se sujetaba el corazón, de pronto se desplomó en el suelo y Sara asustada llamó a una
ambulancia desde una cabina cercana.
Desde aquella noche que ya parecía lejana, Sara, había perdido completamente la cuenta
de los infartos que había sufrido Saúl. En una ocasión estuvo muerto durante unos segundos,
pero después, volvió a la vida, como si, inconscientemente, supiera que ella estaba esperándole,
que no se podía ir. Pero durante su última visita al hospital el médico les dio la mala noticia. El
corazón de Saúl no aguantaría otro infarto tenían que hacer un trasplante. El médico les informó
que iba a ser una operación complicada, que podía morir en el quirófano incluso. A Saúl no le
importó. Con una sonrisa le dijo al médico que si moría en el quirófano se le aparecería en
sueños y se vengaría.
La operación duraba ya más tiempo del debido. Sara estaba nerviosa observaba a los
padres de Saúl,se cogían las manos, la vista prendida en la puerta por la que saldría el médico, el
corazón henchido de esperanza.
De pronto la puerta se abrió, un hombre vestido de verde salió a través de ella con un
rostro sonriente. Parecía salir de un gimnasio se limpiaba aún el sudor con un pañuelo de papel,
como si hubiera pasado horas levantando pesas. Los miró a todos recorriendo sus rostros.
– La operación ha sido un éxito absoluto – dijo por fin – Saúl se encuentra
perfectamente aún sigue dormido y permanecerá así – el doctor miró su reloj y después los
volvió a mirar a ellos – unas dos horas más. Siento mucho que hayamos tardado más de lo que
les dijimos, pero surgieron complicaciones sin importancia.
– ¿Qué clase de complicaciones? - preguntó Sara.
– Oh, bueno, Saúl despertó durante la operación y se puso un poco agresivo, nada
que les deba preocupar.
– ¿Que despertó durante la operación? - el padre de Saúl se levantó de la silla y
caminó hasta el médico – Corríjame, doctor, pero eso no es muy normal, ¿verdad?
– No, la verdad es que no. De hecho es la primera vez que me pasa. Algo debió de
fallar durante la operación. Pero no hay de que preocuparse. Se lo prometo.
Saúl pasó dos semanas más en el hospital, y después le dieron de alta. Cuando llegaron
a casa aquel día ya era de noche. Sara le acompañó a la cama y le ayudó a desvestirse y ponerse
el pijama. Después se fueron a acostar y se durmieron en seguida. Aquella noche, la primera que
pasaban en cas después de la operación de Saúl, Sara durmió mal. Tuvo agitados sueños en los
que su marido se levantaba de noche y salía de la casa. Cuando volvía, lo hacía cubierto de
sangre.
Sara se levantó como cada mañana y se puso a hacer las cosas de la casa. Cuando fue a
vaciar el cesto de la ropa sucia, la sobrecogió el miedo. Allí estaba, el pijama de Saúl, cubierto
de sangre, de sangre aún fresca. ¿Cómo era posible? Saúl ni siquiera se podía levantar apenas de
la cama, cuanto menos ir a la calle. Y mucho menos matar a nadie.
Cuando se dio la vuelta allí estaba él, un cuchillo en la mano, odio en la mirada, y
cuando habló, no fue su voz la que pronunció aquellas palabras. Era una voz dura, una voz
grave y resuelta. Una voz desprovista de amor.
– Creían que habían acabado conmigo. Que la muerte conseguiría acabar
conmigo. - Saúl avanzó hacia ella, el cuchillo presto en la mano, sonrisa cruel en la cara. - ¡Se
equivocaron!
– ¿De qué estás hablando? - Sara retrocedía hacia la pared - ¿Qué dices Saúl?
– ¿Saúl? Saúl ya no está. Yo soy Jeremiah. Yo soy el que llamaron el destripador
de Boston. Pasé años y años matando, por el placer de hacerlo. Me condenaron a muerte.
Dijeron que no merecía seguir viviendo, que mi conciencia asesina debía ser silenciada. ¡Pero
nadie podía silenciarme!, seguí viviendo en mi corazón. Gracias al vudú encerré mi alma en él,
y, cuando recobré mis fuerzas, me introduje en la mente débil de tu amado Saúl. Y hoy soy
libre, ¡libre para volver a divertirme! Pero antes debo acabar con todos los vínculos que unen a
Saúl a este mundo. Sus padres ya han muerto. Ahora es tu turno.
Sara retrocedió y salió corriendo por la puerta de atrás de la cocina, atravesó el comedor
y subió las escaleras, y sin pensarlo ni un segundo entró en su habitación y echó el pestillo.
Retrocedió hasta un rincón y comenzó a buscar algo con que defenderse si Saúl, o como se
hiciera llamar ahora, conseguía atravesar la puerta. Debajo de la cama... nada... en los cajones
de la mesilla... nada en el armario... Al abrir las puertas del armario los cadáveres destripados de
sus suegros cayeron sobre ella como un fardo, cubriéndola de sangre. Sara comenzó a retroceder
gritando y en el espejo del armario lo vio. Había salido al exterior y trepado por la fachada hasta
el primer piso, Había llegado hasta la ventana y esperado a que ella se pusiera a tiro. Sara
esquivó la puñalada por un pelo y agarró el brazo de su marido. Tiró de él con todas sus fuerzas
y le arrojó dentro de la habitación el cuchillo rodó hasta sus pies. Sara se agachó y mirándole a
los ojos, esos ojos que tanto había amado, y le clavó el cuchillo en el corazón con un grito de
dolor que hubiera hecho estremecerse al mismo diablo. Saúl la miró sonrió y, de nuevo con su
voz, le dio las gracias y espiró.
Dos meses más tarde, Sara daba con sus huesos en la cárcel, había sido acusada de
triple asesinato, el de su marido y sus suegros. Pasaba las noches llorando en la fría celda que
era su nuevo hogar, hasta que el dolor pudo con ella. Cuando los guardas la encontraron aún
colgada del techo y la descolgaron, hubieran jurado que su corazón aún latía débilmente.
FIN

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