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lunes, 20 de mayo de 2013

La noche que te perdí


Cuando mi voz calle con la muerte, mi corazón te seguirá hablando.
Rabindranath Tagore (1861-1941) Filósofo y escritor indio.

Llovía a cántaros en el cementerio de La Almudena. Una familia rodeaba un
nicho, todos vestían el más riguroso luto, y las lágrimas afloraban a sus
rostros sin poder ni querer contenerlas. Entre ellos, Julián se sentía mareado.
¿Cómo había podido suceder? ¿Quién había hecho aquello? ¿Por qué?
Él no recordaba nada.
Según los informes policiales alguien había intentado entrar en su chalet para
saquearlo. A él le habían herido en el rostro. Al parecer, el asaltante, le metió una
escopeta en la boca y había apretado el gatillo. Su cerebro había quedado dañado y
no podía recordar nada de aquella noche. Había perdido una oreja y tenía la cara
destrozada, y según los médicos tuvo suerte de que el disparo se hubiera desviado. Si
no, estaría muerto. Sandra, su mujer, no había sido tan afortunada. Había sido violada
y asesinada. La encontraron con tres disparos en el pecho. Y, por desgracia, no
habían encontrado aún al asaltante.
Los sepultureros introdujeron la tumba dentro del nicho. De pronto, conforme
veía la tumba entrar en el nicho, Julián cayó de rodillas, apoyado sobre sus manos,
incapaz de sostenerse en pie. La familia de Sandra, su familia, le ayudó a levantarse.
Sandra… En el aire olía su perfume, si guardaba silencio, su risa y su voz acudían a
su mente con prístina claridad. Pero tan sólo recordaba eso. ¿Cuál era su grupo
preferido? ¿Cuál su color favorito?... ¿Cómo era su rostro?
Se echó agua en la cara y se miró en el espejo. El lado izquierdo de su rostro
estaba totalmente desfigurado. Los perdigones de la escopeta habían arrasado todo
cuanto habían tocado. Tenía la carne quemada así como un enorme agujero justo en
el lugar por donde salieron todos los perdigones. “Soy un monstruo”- le dijo a su
reflejo. Apartó la vista y comenzó a caminar hacia el salón. Se sentó en su sillón de
cuero negro y cogió el álbum de fotos de encima de las mesa. Ahí estaba ella.
Sonriendo a la cámara. Sonriéndole a él.
El reloj de pared sonó ansiando con su tintineo quejumbroso las diez y media.
Cuando sonaron todas las horas, las luces se apagaron de repente. Julián se levantó
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del sillón y se dirigió al vestíbulo, donde estaba el cuadro eléctrico. Al llegar al pasillo
una visión le dejó helado en el sitio.
A primera vista no reconoció de que se trataba hasta que estuvo a unos
milímetros. La moqueta verde se teñía de escarlata a dos milímetros de sus pies, y un
poco más adelante, el cadáver de Sandra, yacía en el suelo con los brazos y las
piernas íntegramente abiertos, y tres grotescos y artificiales agujeros en el pecho que
se unían en uno sólo. De pronto escuchó una voz que sonaba desde un lugar
indefinido de la casa y, al mismo tiempo, en todas partes.
“Tu vives y yo muero. No es justo...”
La luz volvió tan repentinamente como se había ido. Julián se quedó paralizado
en el medio del pasillo. El cadáver había desaparecido delante de sus narices ¿Qué es
lo que había pasado?
Volvió al salón atribuyendo lo sucedido al cansancio y a las intensas emociones
vividas. Se sentó de nuevo en su sillón y siguió contemplando las fotos.
Se le cayó el álbum al suelo.
Todas las fotos en las que el salía, su cara, aparecía tal y como la tenía ahora,
destrozada. Volvió a escuchar otra voz pero esta vez fue distinto. Notó el aliento en el
oído y fue algo así como un susurro con voz de mujer.
“Voy a por ti”
Despertó aún con los hechos de la noche anterior en la cabeza. Apenas había
conseguido dormir algo. Había dormido un par de horas a lo sumo, pues, durante toda
la noche; aquellas duras palabras que, ahora, atribuía a su mujer no cesaban de sonar
en su cabeza. “Tu vives y yo muero. No es justo...” ¿A qué venía aquello? ¿Acaso su
mujer había sido tan egoísta como para perseguirle después de la muerte solo por que
aquel asesino no había conseguido matarle a él también? Por más que intentaba
convencerse, Julián, no encontraba otra explicación. Pero, ¿por qué?
Se levantó de la cama, entró en la ducha, y giró el grifo del agua fría. Una
ducha fría era justo lo que necesitaba para despejarse. Pero de pronto el agua se
calentó, tanto que Julián tuvo que salir de debajo del grifo de la ducha. Al mirar al
suelo se quedó blanco. El agua hervía sobre el plato de ducha.
“No es justo...” – le recordó la voz de Sandra.
Estuvo fuera de casa todo el día cuando entró por la puerta un escalofrío le
recorrió la espalda. No quería estar allí. Escuchó atentamente, buscando algún sonido
que le anticipara el acaecimiento de alguna desgracia. Un crujido de madera sobre su
cabeza, la televisión del primer piso que se había dejado encendida... Nada. Comenzó
a subir las escaleras al primer piso para quitarse la ropa que había llevado todo el día
y estaba sucia. Al llegar al penúltimo escalón la madera se hundió bajo sus pies. Cayó
escaleras abajo y se golpeó en la cabeza. Pero, en su inconsciencia, los recuerdos
volvieron como una bruma. Y se encontró a sí mismo explicándole lo sucedido.
2
Volvía de una reunión en el trabajo. Sandra estaba en casa, en alguna parte.
La llamé, había tenido un mal día. Habíamos perdido uno de nuestros mejores
clientes. Necesitaba consuelo
- Dime cielo, ¿qué tal el día? – me preguntó con su voz cantarina
Llevaba puesto un camisón rosa semitransparente. Estaba muy atractiva. Noté
como la temperatura de mi cuerpo ascendía. Se acercó contoneándose, me rodeó con
sus finos brazos y me besó con ternura. Yo la abracé firmemente, aún cuando ella me
soltó y separó nuestros labios no la solté. Bajé los brazos muy despacio tratando de
desabrocharle el vestido. Pero ella se negó a que lo hiciera.
- Hoy no cariño – me dijo – estoy muy cansada.
- Siempre estás cansada. – la solté bruscamente.
- Lo siento.
- No. Yo lo siento, he tenido un mal día.
Volví a fundirme en sus brazos y entonces lo vi.
- ¿Qué es eso que tienes en el cuello? – pregunté separándome de ella.
- Es un moretón, Julián. Me di un golpe el otro día.
Podía leer la mentira en sus ojos, en sus labios, en sus gestos, a Sandra nunca
se le dio bien mentir.
- Me estás mintiendo – la acusé
Sandra bajó la mirada. Tratando de ocultarse de mi. Sabía lo que aquello
significaba. Me estaba engañando.
Subí a la primera planta, al dormitorio. Cuando me reuní de nuevo con ella,
llevaba la escopeta en las manos. La disparé una vez, directo al pecho. Pero seguía
viva. No quería verla sufrir, así que volví a disparar de nuevo, y una tercera para
asegurarme. Después introduje la escopeta en mi boca y apreté el gatillo. Fallé.
Sobreviví.
Pero lo peor vino unos días después. Cuando la policía vino y me dijo que la
habían violado antes de asesinarla.
En ese momento lo entendió todo.
Sandra no le estaba engañando. La habían violado. ¿Cómo podía él haberlo
sabido si ella no se lo había dicho?
Es curioso como reaccionan los hombres ante el dolor. Unos lloran
desconsoladamente, otros gritan hasta quedar afónicos. Otros, sencillamente cogen la
escopeta con que han asesinado a su esposa, que cayó bajo las escaleras de
madera; y se vuelan la tapa de los sesos. Pero esta vez no fallan...
FIN

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